sábado, 24 de febrero de 2018

RAÚL CASTRO, IGUALDAD CON SU HERMANO FIDEL EN CUBA

Pese al hastío de los cubanos ante el relevo presidencial, el final del personalismo de los Castro traerá cambios en la forma de gobernar.

“Seis décadas son toda una vida”, sentencia Facundo, un jubilado cubano que vende la prensa oficial en La Habana Vieja para contrarrestar su baja pensión. Nacido poco antes de que Fidel Castro llegara al poder, el hombre recela del nombramiento de un nuevo presidente en abril próximo. “Eso va a ser como aprender a caminar”, asegura, mientras pregona el diario oficialista Granma.

Como Facundo, buena parte de los cubanos que residen hoy en la isla nacieron bajo el castrismo o apenas recuerdan el país antes de enero de 1959. La salida de Raúl Castro del gobierno [primero anunciada para febrero de 2018 y luego aplazada hasta abril] tiene para ellos las connotaciones del fin de una era, con independencia de la ruptura o continuidad que manifiesten los sucesores que se instalen en la sala de mando nacional.

A pocas semanas de que el traspaso presidencial se haga efectivo, la indiferencia gana terreno entre los habitantes de una nación que ha tenido la dinastía familiar en el poder más prolongada de América Latina. Un momento que debería ser de expectación y especulaciones se está diluyendo en medio de la apatía y de la complicada situación económica que atraviesa la isla.

A diferencia de otros países del continente que han vivido encendidos comicios regionales o generales en los últimos años, el proceso electoral cubano no genera encuestas para determinar la inclinación del electorado ni motiva debates en los medios de comunicación. La sensación que sobrevuela es la de una “jugada cantada” con la que se busca preservar el control en manos de un grupo.

El hastío viene también de que la ley electoral vigente prohíbe las campañas políticas y todo intento de publicación de un programa de gobierno que entusiasme a unos o escandalice a otros. Sin ese componente esencial, el proceso tiene más de confirmación que de selección; más de tácito nombramiento que de competencia.

Solo en abril, cuando se haga público el nuevo Consejo de Estado, se sabrá quiénes optan a la máxima magistratura del país. Hasta el momento, la composición de esa instancia es solo una especulación que se mueve según los medios oficiales presten más atención a un funcionario o saquen del centro de los focos a otro. La adivinación política se vuelve una práctica muy inexacta por estos lares.

Encima de eso, los candidatos a sentarse en la silla presidencial disfrutarán de su condición de aspirantes apenas durante un breve tiempo, quizá las horas o los minutos que medien entre que la Comisión Nacional de Candidaturas revele sus nombres al nuevo Parlamento y que este vote para aprobar la propuesta. Su breve carrera hacia la presidencia durará un suspiro.

Así ha sido desde que en 1976 quedó constituida la primera Asamblea Nacional del Poder Popular, momento en que Fidel Castro proclamó que cesaba “el periodo de provisionalidad del Gobierno Revolucionario” y el Estado socialista adoptó “formas institucionales definitivas”. En 1992 la nueva ley electoral modificó algunos detalles, pero mantuvo la esencia monopartidista del sistema y su blindaje contra todo tipo de sorpresas.

El fin del personalismo

Sin embargo, la novedad de las actuales elecciones no estriba en qué puede ocurrir fuera del guion, sino en que por primera vez la persona que ocupe la silla presidencial es muy probable que no lleve el apellido Castro. Son mínimas, también, las posibilidades de que pertenezca a “la generación histórica de la Revolución”, formada por un reducido grupo de octogenarios.

Junto al nuevo mandatario llegarán al Consejo de Estado figuras que sustituirán el núcleo duro de la gerontocracia. Un conciliábulo donde el exceso de años se ha justificado con el argumento de la experiencia acumulada, cuando en realidad la permanencia de estos veteranos se basa en su probada lealtad, antes a Fidel Castro y ahora a su hermano Raúl.

La biología, en su pragmático quehacer, parece haber impuesto nuevas reglas y ha llegado la hora del relevo, pero no hay señales de que la renovación de rostros implique una transición política. De hecho, todo el que se haya proyectado como un reformista no aparecerá en la fugaz lista de candidatos que, de forma previsiblemente unánime, será aprobada por el Parlamento en abril.

Como se advertía antes de accionar las cámaras del siglo pasado “el que se mueve no sale en la foto”; y todo aquel que haya mostrado rasgos de pensar con cabeza propia o querer marcar con una impronta nueva su mandato será apartado. Tal y como ocurrió en 2009 con el vicepresidente Carlos Lage y el ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Pérez Roque, posibles benjamines defenestrados.

Si de dichos se trata, vale la pena también repetir el mítico “y sin embargo se mueve” de Galileo Galilei. Luego de seis décadas de que el país ha sido gobernado por un régimen no solo totalitario, sino además personalista, quienes asuman el mando tendrán que hacerlo de forma colegiada, ante la ausencia de una figura que aúne en sí misma ascendencia histórica, capacidad de mando y el consenso de la cúpula para que timonee sin supervisión.

Durante los casi 50 años que Fidel Castro detentó el poder en la isla, lo hizo desde el voluntarismo y el capricho. En ese tiempo apenas si se realizaron consejos de ministros y el país se gobernaba desde la puerta de un jeep soviético por donde se asomaba el máximo líder a impartir sus “preclaras orientaciones”. Su omnímodo poder lo llevaba a decidir desde el modelo de los uniformes escolares hasta la forma en que las amas de casa cocinaban los frijoles.

Cuando participaba en las sesiones del Parlamento, el único que parlaba era él y lo hacía implacablemente durante horas, malgastando en la práctica el turno de participación de los más de 600 diputados. Acaparó todas las carteras, influyó con su deseo en cada sector y vació las instituciones de cualquier posibilidad de decidir. Fidel Castro dirigió el país con la punta de su dedo índice, sin que nadie más pudiera influir en el derrotero nacional.

Son muchos los testimonios que narran las ocasiones en que se reunía con sus subalternos inmediatos, donde llovían las palabrotas y las amenazas si no se cumplían sus designios. El puñetazo sobre la mesa sepultaba toda posible discrepancia y los asentimientos o los aplausos eran la única respuesta posible. “Sí, Fidel”. “Desde luego, Jefe”. “A sus órdenes, Comandante”.
Cuando Castro enfermó y se vio forzado a retirarse de la vida pública, en julio de 2006, Raúl introdujo el hábito de consultar. Durante los 10 años que ha gobernado realizó más reuniones de los consejos de ministros y convocó a un mayor número de plenos del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC) que todos los que se realizaron por casi medio siglo.


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